No podía dejar pasar la noche de reyes sin escribir otro cuento y dejarlo aquí para que Gloria, cuando se despierte, lo encuentre. Es mi regalo para ella, la reina de los cuentos.
Feliz Noche de Reyes a todos.
Noche de Reyes
- ¡Papá! ¡Papá! ¡Ha nevado! –Exclamó entusiasmado Pablo yendo a buscar a su padre que todavía se estaba levantando de la cama.
- Cálmate, tranquilo, ahora iré, –le contestó riendo.
Cogió la mano de su hijo que le tendía para ir a la ventana del salón para que viera el paisaje.
- ¡Por fin ha llegado el invierno, Pablo, –le dijo revolviéndole el pelo.
- ¿Nos vamos de excursión? ¡Me lo prometiste! –Se adelantó a una posible negativa de su padre.
- Iremos, pero primero has de desayunar, vamos a la cocina y nos prepararemos de paso unos bocadillos para llevarnos.
Así, padre e hijo, después de desayunar, prepararon una pequeña mochila con galletas, agua y bocadillos que Pablo se empeñó en cargar a su espalda.
- ¿De verdad no quieres que la lleve yo? –Le preguntó su padre un poco preocupado porque pese a que era pequeña y no pesaba mucho su hijo de apenas ocho años no era un crío corpulento.
Salieron de casa y se encaminaron desde un camino que partía casi desde la puerta de la casa, hacia el bosque.
Pablo iba saltando, cogiendo nieve que convertía en pelotas y que en cuanto su padre se descuidaba le lanzaba con fuerza para jugar con él. Su padre, enseguida hacía lo mismo y, aunque no conseguían avanzar mucho, se lo estaban pasando muy bien.
- Vamos por aquí, –le dijo señalando una pequeña vereda con árboles frondosos cubiertos de nieve que de vez en cuando les caía encima cuando paseaban tan tranquilos–. Llegaremos hasta aquel recodo y nos volveremos, no quiero que nos alejemos más de la casa.
Pablo se iba entreteniendo con mil cosas. Con una rama que decía que parecía un caballero con una lanza, con una piedra que decía que parecía una seta, con una flor que aparecía de repente entre la nieve… Caminaba detrás de su padre y de vez en cuando éste se giraba para decirle que pasara delante de él para que lo viera, pero en cuanto se descuidaba se había entretenido otra vez y su padre tenía que volver a decirle lo mismo.
A Pablo le pareció que algo se movía detrás de una rama y se acercó.
De pronto el suelo desapareció de debajo de sus pies y notó que caía como si estuviera en un tobogán. Casi no le dio tiempo a gritar cuando se halló sentado en un gran montículo de nieve blanda que hizo que no se hiciera daño al caer. Se asustó y empezó a llamar a su padre.
-¡Paaaaaapaaaaa! ¡Paaaaaapaaaaa!
Pero no se oía nada. Miró a su alrededor y vio que sólo había nieve, ni árboles, ni matorrales, nada, era como una inmensa planicie blanca donde todo había desaparecido.
Se puso en pie y empezó a caminar. Pero no sabía hacia dónde ir. Era todo igual, le daba lo mismo ir hacia delante que hacia atrás que a un lado o al otro, así que eligió caminar hacia delante, no sabía por qué pero así lo hizo.
La mochila empezaba a pesarle y, como notó que empezaba a tener hambre, la abrió y se comió un bocadillo y bebió un poco de agua. Aún quedaban tres más, unas galletas y dos plátanos que su padre metió antes de cerrarla.
- Por lo menos no me moriré de hambre, –dijo en voz alta como para tranquilizarse.
- ¡Paaaaaapaaaaaa! –Volvió a gritar.
Se dio cuenta de que había eco y, divertido, se entretuvo un rato escuchando su voz paseando por aquella superficie blanca donde el único vestigio de vida que había era el de sus huella marcadas en la nieve.
De repente oyó una especie de tintineo, como campanitas que sonaban en algún lugar en medio de la nieve. Prestó atención y las volvió a oír, y se dirigió hacia ellas. Le parecía que cada vez sonaban más cerca y eso le animó a seguir caminando hacia el lugar del que parecía que provenían. De vez en cuando llamaba a su padre por si era él el portador de esas campanitas que cada vez le parecía que sonaban más cerca, pero perdió la noción del tiempo y no se dio cuenta de que empezaba a anochecer.
He de buscar un sitio para pasar la noche o me congelaré, pensó cuando vio que estaba oscureciendo, acordándose de las aventuras que siempre le contaba su padre.
A lo lejos vio una especie de montaña pequeña donde destacaba una especie de agujero negro, y adivinó que sería una cueva, y allí se dirigió presuroso porque la noche se estaba cerrando en torno a él.
Tan sólo la luz de la luna y de las estrellas alumbraba el frío paraje que a Pablo empezó a asustarle cada vez más. En cuanto llegó, abrió la mochila y cogió uno de los bocadillos y se lo comió muy deprisa porque tenía mucha hambre y de postre se comió uno de los plátanos, reservándose el otro por si le hacía falta al día siguiente. Pablo a pesar de su corta edad iba racionando instintivamente la comida que le quedaba.
Tenía frío, pero notó que se le cerraban los ojos y entre sueños empezó a oír de nuevo las campanitas que había estado oyendo todo el camino.
Prestó atención. No eran sólo campanitas, además oía el ruido de unos cascos de caballos, de muchos caballos que caminaban despacio. Se asomó y miró esa estrella que brillaba tanto, y se acordó de su casa, de que esa noche precisamente era la noche de reyes, y que esa era la estrella que guiaba a los Magos. Y comenzó a llorar desconsoladamente.
Entre lágrimas creyó distinguir una luz. ¿Una luz? ¡No! ¡Era una retahíla de luces que se aproximaban despacio hacia donde él estaba!
No lo pensó dos veces y comenzó a gritar:
-¡Eh! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!
Pablo creyó que era su padre que iba con más gente que había salido a buscarle.
Poco a poco las luces se hicieron más grandes. A lo lejos adivinó una especie de caravana de animales y de gente que caminaba hacia algún lugar determinado.
-¡Eh! ¡Eh! ¡Que estoy aquí! –Volvió a gritar otra vez para que lo vieran.
De repente vio que la caravana cambiaba el rumbo y que se dirigía hacia la cueva.
Pablo empezó a dar saltos de alegría.
Poco a poco las sombras fueron adquiriendo forma, las luces de los candiles que colgaban de las alforjas de los animales fueron iluminando a los porteadores y el ruido de las campanitas se hizo más audible. No eran caballos, eran camellos cargados con miles de cajas.
Pablo no entendía lo que estaba viendo, muchas ideas cruzaban rápidamente por su mente: camellos, cajas… De repente vio una especie de casa iluminada que era transportada por hombres con paso firme. Y detrás otra. Y otra detrás de la anterior.
¡No puede ser! Pensó Pablo estupefacto.
De pronto la caravana se detuvo y la primera de las casas iluminadas se detuvo delante de la cueva.
- Hola Pablo, –le dijo una voz amable que salía de un rostro bondadoso de tersa piel y plegadas arrugas.
- Hola –le contestó con un hilo de voz–. ¿Quién eres?
- Me llamo Melchor y voy con Gaspar y Baltasar a repartir regalos a los niños que han sido buenos durante todo el año.
Pablo, con la boca abierta, no pudo articular palabra.
- Estás asustado y tienes frío, ¿quieres que te llevemos a tu casa?
Pablo respondió asintiendo con la cabeza porque quería hablar pero no podía.
- No te asustes, vamos a tu casa, creo que tu carta está aquí –le dijo señalando un saco lleno de sobres de todos los colores–. Venga, sube o se nos hará tarde, coge tu mochila, no se te vaya a olvidar, –le dijo ofreciéndole su mano para ayudarle a subir.
Obediente, Pablo, cogió su mochila y, ayudado por Melchor, subió a su casa luminosa.
- Siéntate a mi lado, anda, –le dijo haciéndole sitio en su sillón de terciopelo rojo con molduras doradas en el que estaba sentado.
Pablo se sentó y le miró los cabellos, la barba, la corona dorada, y el anillo con una piedra verde que llevaba en uno de sus dedos, a lo lejos oyó una voz que decía:
-¡Vámonos!
-¿Quieres unos caramelos? –Le preguntó Melchor al tiempo que cogía un puñado de ellos que estaban envueltos en bonitos papeles de colores brillantes que llevaban estampados dibujos de coronas reales–. Toma, guárdalos en el bolsillo del pantalón.
Y la caravana se puso de nuevo en movimiento.
- ¡Pablo, levanta, ha nevado! ¿No querías ir de excursión cuando nevara? Venga, perezoso, que por fin ha llegado la nieve.
- No, no, no quiero ir de excursión, he de prepararlo todo para esta noche que llegan los Reyes Magos… -Dijo Pablo aturdido todavía por el sueño que había tenido.
- Pero… ¿Qué te pasa? ¿No querías ir a la montaña cuando nevara? –Le preguntó extrañado su padre.
- Sí, pero hace frío y me duele un poco la garganta, –mintió Pablo.
- Pues no pasa nada, otro día saldremos. Nos quedaremos en casa y prepararemos todo para esta noche, tendrás que acostarte pronto. Anda, vístete y desayunaremos.
Pablo se fue a su habitación y, obediente, se puso a vestirse. Cuando cogió los pantalones algo calló de uno de los bolsillos. Era un caramelo con el papel rojo brillante con una estrella dibujada en él.
¡No puede ser! ¡No puede ser! Pensó nervioso metiendo las manos en el bolsillo.
Allí estaban. El puñado de caramelos que le dio el rey Melchor en su sueño, estaba en su pantalón. Por casi se desmayó de la impresión pero a lo lejos oyó algo. Prestó atención y las oyó. Las campanillas estaban sonando. Era él que le decía que todo estaba bien. Y, más tranquilo, terminó de vestirse y bajó a desayunar ilusionado porque era el día mágico, el día de la Noche de Reyes.
Cuando se levantó a la mañana siguiente el salón de su casa estaba lleno de juguetes, todo lo que había pedido en su carta estaba allí. Encima de la mesa había una nota: Para mi amigo Pablo, para que nunca me olvide. Melchor. Y encima del papel un puñado de caramelos envueltos en bonitos papeles de colores con coronas reales descansaba destellando esperando a que Pablo los viera.
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