MI BARRIO, ANTEAYER, AYER Y HOY
Era mi barrio, Santa Creu, un lugar encantador. Situado en la ladera del monte Benacantil, en la ciudad de Alacant, sus calles pinas, escalonadas hacia el monte, impedían el paso de vehículos, y los niños, en las horas fuera de escuela, jugábamos sin peligro. A toda clase de juegos propios, y, en ocasiones una pelea que, siendo sin maldad, al final acabábamos como amigos. Yo diría que a más peleas más amigos de mayores, y siempre por bobadas, o incluso porque me has quitado a mi chica.
Era un barrio obrero. Las mujeres jóvenes trabajaban en la fábrica de tabacos cercana, hoy desaparecida y su edificio convertido en centro social y teatro. Los hombres, mayormente estibadores, siempre esperando el sonido de la bocina del puerto cuando entraba barco para la carga y descarga, dejando en suspenso la partida del dominó con la alegría de que el seis doble ya no se lo ahorcasen.
En las noches del verano las gentes sacaban a la calle las mesas para las cenas, y como en toda sociedad siempre hay quienes menos tengan, la solidaridad era total. No había nadie que se quedara sin cenar y mucho menos los niños. Era mi casa la única que tenía aparato de radio, y la gente acudía para escuchar los programas musicales o los seriales. En definitiva un barrio feliz, aunque hubiese salido de una feroz guerra. El esfuerzo para olvidarla y mirar hacia delante era grande, y así, poco a poco y con mucho esfuerzo y ganas, muchas familias fuimos marchando del barrio buscando el ensanche de la ciudad y viviendas mayores y mejor dotadas.
Años después llegó, con la transición política, el gran cambio. De pronto un cambio muy lento y de manera rápida años después. Aquellos pequeños comercios: panadería, carnicería, quiosco de prensa y chucherías, ultramarinos, carbonería, mercería, etcétera, fueron cambiando a locales de ocio, pubs y bares con música, y las calles en los fines de semana se transformaban, pues de toda la ciudad llegaban gentes allí a tropel, y los vecinos que por edad, economía u otros motivos no pudieron marchar hacia el ensanche, padecieron de una libertad descontrolada. Ruidos, música, gritos hasta el amanecer. Algunas peleas etílicas, y las autoridades como si no supieran de denuncias vecinales. Aún fue cambiando a peor. El botellón en cualquier rincón era cosa descontrolada, orines, vomiteras, escándalos, despedidas de solteros sin tope ni recato, el “cumpleañosfeliz” a todo grito, o el vocerío de un gol del equipo de preferencia, las patadas a los botes de Coca-Cola tirados por todos los rincones… Y aquel barrio feliz de antaño, tranquilo, donde las mujeres tenían en la puerta de sus casa y que cuidaban con mimo, el geranio, el jazminero, el clavel, la albahaca, el galán de noche que hacía perfumar las noches veraniegas y un placer recorrer sus empinadas calles, ahora era un martirio para sus moradores.
Hace muchos años, muchísimos, que marché de él, sin embargo lo recuerdo, y de nuevo en la ciudad, en ocasiones al amanecer, cuando los noctámbulos lo van abandonando dejando sus huellas por todas partes, subo por sus calles pinas, que ahora ya voy notando que cansan, y me llega con nostalgia y placer a la memoria los juegos, las cenas en compañía de las buenas gentes, o arrimados los mayores a la radio, un aparato como una gran maleta de hoy, mientras nuestros juegos de niños nos divertían.
Hoy, me dice un viejo amigo de juegos y peleas, que nunca quiso marchar de allí, que ha pasado sus últimos años denunciando los desmanes y que poco caso le han hecho, ya gobernasen unos u otros, que aún siente felicidad cuando cada Miércoles Santo ve bajar el pesadísimo trono del desprendimiento por sus calles estrechas y empinadas. Hablando por teléfono me ha dicho que “bendito sea el coronavirus” pues el silencio del barrio, por la noche y el día es total. Es —me ha recordado— como cuando jugábamos al tú la llevas, al escondite, a pelearnos por Encarnita, cuando escondidos nos fumamos el primer cigarro y nos reíamos al toser con él. Me gustaría —ha seguido contándome— ver a mi madre camino de la fábrica de tabacos, o a mi padre salir rápido pues desde el puerto sonaba la bocina anunciado que el “platanero” (así se conocía a los barcos cargados de plátanos de Canarias) los llamaba para la descarga. Los juegos al balón en la pequeña plazoleta , y algún pescozón de mi padre cuando de un balonazo le rompíamos un cristal a una vecina.
Anteayer un barrio entrañable, sencillo y delicioso. Ayer un lugar de conflictos que sus habitantes nunca han buscado, y hoy, por este miedo y el cierre de bares, restaurantes y pubs, ha vuelto al silencio. Demasiado silencio —me dice mi anciano amigo— pues hasta el agradable bullicio de la chiquillería ha dejado de existir en todo momento. No hay el escondite, el tú la llevas, o los mamporros porque has mirado a mi chica. Sí, aquí viven niños aún también, pero creo que hay mucho entretenimiento con los juegos de máquinas o los móviles. Qué pena que no sepan darse unos mamporros por la nueva Encarnita que también hoy debe existir.
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